Carlos-Blas Galindo
Mediante la exposición retrospectiva de la que da cuenta este catálogo –la cual, además, es itinerante–, es posible no sólo aproximarse a la destacada trayectoria artística de Melecio Galván sino, además, desterrar –por medio de la aproximación a su caso– algunos prejuicios acerca de la formación de los artistas visuales en la segunda mitad de los años 60 del siglo pasado en la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP, dependiente de la Universidad Nacional Autónoma de México). Esto segundo reviste una singular importancia dado que pervive una concepción muy extendida acerca de las dificultades que enfrentaban quienes entonces eran estudiantes para adscribirse a léxicos que en aquellos momentos se encontraban en una fase de transición entre lo emergente local y lo dominante, también local. O, lo que es lo mismo, los trabajos primeros de Galván permiten demostrar que, mientras fue alumno de la ENAP, demostró su capacidad para ensayar con lenguajes plenamente neovanguardistas, no obstante la insistencia de esos testarudos profesores que en todas las escuelas y en todas las épocas pretenden forzar a los estudiantes hacia los arcaísmos, y no obstante la insistencia de no pocos alumnos de iniciarse profesionalmente mediante su inmersión en lo anacrónico.
Resulta claro que Galván siempre cultivó variantes figurativas, no obstante que, a principios de los 70, utilizara recursos de la abstracción geométrica o del op art, mismos que empleó a manera de contexto visual, como apoyo compositivo o adjudicándoles una función abiertamente ornamental. Y también resulta claro que, a sus 20 años de edad, cuando inició su vida académica en la ENAP, las posibilidades para la representación eran múltiples, pues en la nueva figuración que estaba en boga tenían cabida un amplio número de opciones, unas importadas tal cual a nuestro medio cultural, y otras adaptadas –en diversos grados– a nuestro contexto. En su producción pionera se corroboran: su filiación al neofigurativismo, en general, sus escarceos con la nueva figuración simbólica, así como su aprovechamiento del pop y de los diseños, sobre todo del gráfico (lo cual sobresale de manera audaz en Cien años de soledad). Empero, la adopción de constantes estilísticas que conservaría en su obra de madurez (madurez temprana de lenguaje individual, pues su vida fue cercenada antes de que llegara a una edad madura) data de 1968 –año en el que muchos de los que ya estábamos activos y sobrevivimos, nos vimos forzados a madurar súbitamente.
Su constante de estilo individual más notoria es, desde luego, su valerosa elección de la vertiente dibujística como vía independiente dentro de las artes visuales. Él subraya esta opción mediante el uso de la línea activa; es decir, por medio del empleo de recursos lineales en número amplio, y con características y gradaciones múltiples, de modo que sea la línea misma –o, mejor, el abundante bagaje de líneas del que hizo acopio y exploró a profundidad– la que tenga la función de protagonizar, artísticamente, la totalidad de cada escena, prescindiendo lo más posible de las aguadas y de las plastas. En poco tiempo, Galván reforzaría dicha filiación dibujística mediante citas al cómic y por medio de su labor dentro del campo de la ilustración, lo cual no es poca cosa, habida cuenta de la separación –o descarnado antagonismo, que a la postre se descubriría tan forzado como estéril– que, desde el mainstream local, en los 70 del siglo XX se hacía entre cultura de masas y cultura artística; entre lo mediático y lo galerístico–museístico.


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